31/7/07

Criar polvo

Criar polvo

Jean Baudrillard


Toda nuestra realidad se ha convertido en experimental. Ante la ausencia de destino, el hombre moderno se ha entregado a una experimentación sin límites sobre sí mismo. Dos ilustraciones recientes: una, Loft Store (1), la ilusión mediática de lo real en directo; la otra, Catherine Millet, la ilusión fantasmagórica del sexo en directo.


El Loft ha devenido un concepto universal, una condensación de parque humano de atracciones, de gueto, de lugar sin salida y del ángel exterminador. La reclusión voluntaria como laboratorio de una convivencia sintética, de una socialidad telegenéticamente modificada.


Es entonces, cuando se puede ver todo (como en Big Brother, los reality shows, etc.), cuando advertimos que ya no hay nada que ver. Es el espejo de la banalidad, del grado cero, donde se ha hecho la prueba, en contra de todos los objetivos, de la desaparición del otro, e incluso, quizá, del hecho de que el ser humano no es fundamentalmente un ser social. El equivalente de un ready-made —transposición de la everyday life, falsificada a su vez por los modelos dominantes—. Banalidad de síntesis, fabricada en circuito cerrado y con pantalla de control.


En esto, el microcosmos artificial del Loft se parece a Disneylandia, que produce la ilusión de un mundo real, de un mundo exterior, cuando ambos son imágenes recíprocas y exactas. Todos los Estados Unidos son Disneylandia, y todos nosotros estamos en el Loft. No hace falta que entremos en el doble virtual de la realidad, ya estamos dentro —el universo televisivo sólo es un detalle holográfico de la realidad global—. Incluso en nuestra existencia más cotidiana, nos hallamos en una situación de realidad experimental. De ahí la fascinación por la inmersión y por la interactividad espontánea. ¿Voyeurisme porno? No.


En cuanto al sexo, está por todas partes, aunque no es lo que quiere la gente. Lo que quiere es, en el fondo, el espectáculo de la banalidad, hoy en día la verdadera pornografía, la verdadera obscenidad —la de la nulidad, la insignificancia y la banalidad—. En el extremo contrario al del teatro de la crueldad. Aunque acaso también haya una forma de crueldad, por lo menos virtual. Justamente cuando la tele y los media son cada vez menos capaces de dar cuenta de los acontecimientos (insoportables) del mundo, descubren la vida cotidiana, la banalidad existencial como el acontecimiento más mortífero, la actualidad más violenta, el lugar, incluso, del crimen perfecto. Y, en efecto, lo es. Y la gente está fascinada, fascinada y horrorizada por la indiferencia del «nada que decir», «nada que hacer», por la indiferencia de su existencia. La contemplación del Crimen Perfecto, de la banalidad como nuevo rostro de la fatalidad, se ha convertido en una auténtica disciplina olímpica o en el último avatar de los deportes extremos.


Todo ello reforzado por el hecho de que el público se sitúa como juez, e incluso ha devenido Big Brother. Estamos más allá del panóptico, de la visibilidad como fuente de poder y control. Ya no se trata de hacer las cosas visibles a un ojo exterior, sino de hacerlas transparentes a sí mismas, por perfusión del control en la masa, borrando las huellas de la operación. Así, los espectadores se ven implicados en una gigantesca contra-transferencia negativa sobre ellos mismos y, una vez más, es de ahí de donde procede la atracción vertiginosa de este tipo de espectáculos.


En el fondo, todo esto corresponde al derecho y al deseo imprevisible del ser imprescriptible. De no ser Nada y de ser visto como tal. Hay dos modos de desaparecer: o se exige no ser visto (véase la problemática actual del derecho a la imagen) o se incurre en el exhibicionismo delirante de la nulidad. Nos anulamos para ser vistos y mirados como si no fuéramos nadie —la última protección contra la necesidad de existir y la obligación de ser nosotros—.


De ahí la exigencia contradictoria y simultánea de no ser visto y de ser perpetuamente visible. Todo el mundo juega en ambos tableros al mismo tiempo, y ninguna ética ni legislación puede acabar con este dilema —el del derecho incondicional de ver y el derecho, asimismo incondicional, a no ser visto—. La información máxima forma parte de los derechos del hombre, así como la visibilidad forzosa, la sobreexposición a los focos de la información.

La expresión de uno mismo como forma última de la confesión, como decía Foucault. No guardar ningún secreto. Hablar y hablar, comunicar incansablemente. Tal es la violencia impuesta al ser singular y a su secreto. Y al mismo tiempo es una violencia impuesta al lenguaje, ya que a partir de aquí también él pierde su originalidad, no es otra cosa que un medio, un operador de visibilidad, y pierde toda dimensión irónica o simbólica —aquella en la que el lenguaje es más importante que aquello de lo que habla—.


Y lo peor de esa obscenidad, de esa falta de pudor, es la participación forzosa, la complicidad automática del espectador, resultado de un verdadero chantaje. Este es el objetivo más claro de la operación: el servilismo de las víctimas, desde luego voluntario, el servilismo de unas víctimas que disfrutan del mal que se les hace, de la vergüenza que se les impone. La participación de toda una sociedad en su mecanismo fundamental: la exclusión ¡y encima interactiva! Decidida en común, consumida con entusiasmo—.


Aunque todo acaba en la visibilidad, que es, como el calor en la teoría de la energía, la forma más degradada de la existencia, el punto crucial es hacer de esa pérdida de todo espacio simbólico, de esa forma extrema de desencanto de la vida un objeto de contemplación, de estupefacción y de deseo perverso. «La humanidad, que antiguamente, con Homero, había sido objeto de contemplación para los dioses olímpicos, ahora lo es de sí misma. Su alienación respecto a sí misma ha alcanzado un grado tal que la lleva a vivir su propia destrucción como una sensación estética de primer orden»
(Walter Benjamin).


Lo experimental ocupa en todas partes el lugar de lo real y de lo imaginario. Por todos los lados nos son inoculados los protocolos de la ciencia y de la verificación, y disecamos, en vivisección, bajo el escalpelo de la cámara, la dimensión relacional y social, al margen de todo lenguaje y contexto simbólico. También Catherine Millet forma parte de lo experimental —otra clase de «vivi-sexión»: todo lo que de imaginario tiene la sexualidad ha sido barrido, sólo queda un protocolo en forma de verificación ilimitada del funcionamiento sexual, de un mecanismo que, en el fondo, ya no tiene nada de sexual—.


Doble contrasentido: hacer de la sexualidad la referencia última. Rechazada o manifestada, la sexualidad sólo es, en el mejor de los casos, una hipótesis y, como tal, es erróneo convertirla en una verdad y una referencia. La hipótesis sexual no es, quizá, nada más que un fantasma y, de todos modos, es del rechazo de donde la sexualidad ha adquirido su autoridad y cierta aura de extraña atracción —manifestada llega a perder esta cualidad potencial—; y de ahí el contrasentido y el absurdo de pasar al acto y de una «liberación» sistemática del sexo: una hipótesis no «se libera». En cuanto a hacer la prueba del sexo por el sexo, ¡qué tristeza! Como si la gracia no radicase en la desviación, en el atajo, la transferencia, la metáfora —en el filtro de la seducción, no en el sexo y el deseo, sino en el juego con el sexo y el deseo—. Eso es lo que hace del todo imposible la operación del sexo «en directo», así como la de la muerte en directo o la del acontecimiento en directo en la información —todo ello es increíblemente naturalista—. Es la pretensión de hacer que todo suceda en el mundo real, de precipitarlo todo en una realidad integral. Y, de algún modo, eso es la esencia misma del poder. «La corrupción del poder es inscribir en lo real lo que pertenece al ámbito del sueño...»


La clave nos la proporciona Jacques Henric en su concepción de la imagen y de la fotografía: es inútil cubrirse la cara, nuestra curiosidad por las imágenes es siempre de índole sexual —al fin y al cabo, todo lo que se busca es sexo, especialmente el sexo femenino—. Ahí se encuentra no sólo el origen del mundo
(Courbet), sino el origen de todas las imágenes. Vayamos, pues, sin rodeos, y fotografiemos esa única cosa, ¡obedezcamos sin lamentaciones la pulsión escópica! Ese es el principio de una «realerotik», cuyo equivalente para el cuerpo es el acting-out copulatorio perpetuo de Catherine Millet: dado que finalmente lo que todo el mundo sueña es el uso sexual ilimitado del cuerpo, ¡pasemos sin dilación a la ejecución del programa!

Más seducción, más deseo, más goce, todo radica en esto, en la repetición incontable, en una acumulación en la que la cantidad desconfía sobre todo de la calidad. Seducción prescrita. La única pregunta que querríamos hacer es la que murmura el hombre al oído de la mujer en una orgía. Ella se halla de hecho más allá del fin, donde todos los procesos adquieren un aspecto exponencial y sólo pueden reproducirse indefinidamente. Así, para Jarry, en el Supermacho, una vez alcanzado el umbral crítico en el amor, lo podemos hacer indefinidamente, es el estadio automático de la máquina sexual. Cuando el sexo no es nada más que un sex-processing, deviene transfinito y exponencial. Y, sin embargo, no alcanza su meta, que sería agotar el sexo, llegar al final de su ejercicio. Eso es evidentemente imposible. Tal imposibilidad es todo lo que queda de una venganza de la seducción o de la propia sexualidad, en sus operadores sin escrúpulos para ellos mismos, para su deseo y para su placer—.


«Pensar cómo una mujer se quita la ropa», dice Bataille. Sí, pero la ingenuidad de todas las Catherine Millet es creer que se quitan la ropa para desnudarse, para quedarse desnudas y así acceder a la verdad desnuda, la del sexo o la del mundo. Si nos quitamos la ropa, es para aparecer —no para aparecer desnuda como la verdad (¿quién puede creer que la verdad continúa siendo la verdad cuando la despojamos del velo?), sino para nacer en el reino de las apariencias, es decir, de la seducción— que es exactamente lo contrario.


Contrasentido total de esa visión moderna y desencantada que considera el cuerpo un objeto que sólo espera ser desnudado, y del sexo como un deseo que sólo espera devenir acto y gozar. Mientras todas las culturas de la máscara, del velo, del adorno dicen exactamente lo contrario: que el cuerpo es una metáfora, y que el verdadero objeto de deseo y de placer, son los signos, las marcas que lo separan de la desnudez, de la naturalidad, de la «verdad», de la realidad integral de su ser físico. En todas las partes, es la seducción la que separa a las cosas de su verdad (la verdad sexual inclusive). Y si el pensamiento le quita la ropa, no es para revelarla desnuda, para desvelar el secreto de lo que hasta entonces habría estado oculto, sino para hacer aparecer aquel cuerpo como definitivamente enigmático, definitivamente secreto, como un objeto puro cuyo secreto jamás será arrebatado, y no hay ninguna posibilidad de que lo sea.


En estas condiciones, la mujer afgana tras la celosía, la mujer enrejada de la portada de Elle, tiene el papel de alternativa sorprendente a la virgen loca de Catherine Millet. El exceso del secreto contra el exceso de impudor.
Además, ese mismo impudor, esa obscenidad radical (como la de Loft Story) es asimismo un velo, el último velo —infranqueable, que se interpone cuando creíamos haberlos rasgado todos—. Querríamos llegar a lo peor, al paroxismo de la exhibición, al descortezamieto total, a la realidad absoluta, al directo y al despellejamiento en vivo —nunca se llega—. No hay nada que hacer —el muro de lo obsceno es infranqueable—. Y, paradójicamente, esa búsqueda imposible hace resurgir la regla de juego fundamental: la de lo sublime, el secreto, la seducción, la misma que se persigue a muerte en la sucesión de velos rasgados.


¿Por qué no establecer la hipótesis, inversa a la del voyeurisme y la estupidez colectiva, de que lo que busca la gente —todos nosotros— al oponerse al muro de lo obsceno es justamente presentir que no tiene nada que ver con ello, que jamás se sabrá la última palabra y así verificar al contrario el poder último de la seducción? Verificación desesperada, pero lo experimental es siempre desesperado. Lo que pretende verificar Loft Story es que el ser humano es un ser social —cosa nada segura—. Lo que pretende demostrar Catherine Millet es que ella es un ser sexuado —cosa tampoco segura. Lo que se ha verificado con esos experimentos son las propias condiciones de la experimentación, llevadas simplemente al límite. En el mejor de los casos, el sistema se descodifica en sus extravagancias, pero es el mismo en todas partes. La crueldad es la misma en todos los lugares. En conjunto, todo se reduce, volviendo a Duchamp, a «criar polvo».


(1) Loft Story es la versión francesa de Gran Hermano. (nota del t.)


2 comentarios:

Kroznik dijo...

Yo no sé si la gente que pelea contra estas cosas tiene miedo o más bien pretenden ser entes geniales que perciben lo malo en las sociedades y lo exponen para ser leído por otros entes casi tan geniales.

Yo defiendo la superficialidad como un modo de vida perfectamente válido y sano.

El problema con estas cosas es que al fin la felicidad o destrucción del ser humano es relativa. Se lo puede acostumbrar a tendencias "inhumanas" (Entre comillas por lo paradójico de la especia en cuestión) y distender estas situaciones perfetamente hasta hacerlo creer que una vida llena de comodidades es muchísimo peor. Por otro lado una vida llena de comodidades hace referencia a "Brave new World" (No recuerdo el autor, en castellano me parece que se llama "Un mundo feliz"), libro que confirma (O más bien del cual en mi caso procede la idea de-) esta relativización.

No digo que no me moleste saber que el producto probablemete más cotizado en los mercados actuales es algo tan insubstancial como la publicidad, en la sinécdoque de que esto hace referencia a lo manejables que somos.
Pero lo que quiero decir es que nadie asegura que el hombre de las cavernas con un promedio de edad de 20 años y que no imaginaba tener un inodoro en su vivienda haya sido -en comparación- infeliz.


PS: No pretendo en ningún caso ser hipócrita, no tengo problema con revelar que mi filosofía de defender la superficialidad nace puramente de un deseo de destacar, inherente a mi personalidad.

c john

Kroznik dijo...

"bem interessante gostei desse post" No sé porqué le creo absolutamente lo que dice xD